La poesía de Mathura, traducir por pasión
En primavera de 2015 viajé por el Báltico varias semanas. Con una mochila que pesaba exactamente siete kilos, botas de nieve y muchas ganas, crucé Letonia, Estonia y Lituania. No necesariamente en ese orden. Durante los días que pasé en Tallin, comí muy bien, escribí en parques preciosos y me quedé fascinado con el mar tan frío y tan nuevo. Una tarde lluviosa, de esas en las que es literalmente imposible visitar nada, me colé en una librería gigante. Una de esas librerías de cinco pisos, con cafetería para leer mientras te tomas un café y libros en varios idiomas. ¿Varios idiomas? Ni recuerdo cuántos eran. Sobra decir que me puse a curiosear estanterías, dividido entre los alfabetos que ni entendía y los libros en inglés o alemán. Así fue como descubrí la poesía de Mathura.
El libro era muy fino y tenía el color de la niebla que rodeaba Tallin esos días. En la portada, una silueta extendiéndose hacia el cielo y un título muy simple. Presence. Lo hojeé muy poco convencido porque no me gustan las fotografías en las portadas y tampoco me gustan las ediciones de poesía que no son bilingües. Pero había algo en la estructura tan sencilla y auténtica de los poemas que me hizo decidirme. Algo que olía a luz y que me parecía muy próximo, aunque yo hablase muy poco estonio, fuese mi primera vez en aquel país y no conociese los versos de Mathura.
De Tallin viajé a Pärnu y de Pärnu a Vilnius y de Vilnius a Kaunas. Aunque sabía que muchos de los poemas de Presence estaban inspirados en paisajes de Suecia, no podía evitar que las imágenes al otro lado de la ventanilla del bus y las palabras de Mathura me pareciesen lo mismo. Lo extraño era que el olor de mi Galicia natal y las ciudades de Alemania donde vivía entonces también me parecían lo mismo. No iguales, sino lo mismo. Me inspiraban algo parecido. Fue entonces cuando empecé a pensar que había algo universal en aquel poemario tan hecho de contrastes, tan dinámico y contemplativo y vital. Me gustaban las estructuras transparentes, como si a través de ellas se pudiese atisbar lo auténtico. Como si permitiesen adivinar algo verdadero sobre la vida, algo simple y contingente.
Volví a Leipzig obsesionado con Mathura. Busqué lo que pude en papel y en línea, en inglés y en estonio. Su fijación con la naturaleza como catalizador me hacía pensar en poetas gallegos y el mar, salvaje y espejo, me llevaba de vuelta al Atlántico. Me gustaba leerlo, pero lo que quería de verdad era que otras personas lo leyesen. Y entonces se me ocurrió traducir una selección de poemas. Lo pensé así, sin muchas pretensiones, sin pensar que pudiese hacer nada verdaderamente productivo, sin pensar que tuviera la capacidad para transmitir nada de lado a lado. Me sentía un poco teléfono estropeado aun antes de intentarlo.
Me daba miedo. Me daba miedo porque me importaba, eso es evidente. Era mi segundo año estudiando Traducción e interpretación, una carrera que empecé por una especie de vocación extraña con la comunicación y no con las lenguas. Siempre había traducido literatura como afición, aunque solo fuera para poder entender y explorar los textos que me gustaban. También escribía poesía. Probablemente escribía poesía por la misma razón que traducía poemas, por un amor absurdo y adolescente a las palabras. Y a la comunicación. Me parecía que los versos funcionaban como puentes de conceptos y emociones, como posibilidades abiertas.
Así que empecé a traducir Presence. Empecé a traducir Presence por amor y porque el libro me había cambiado tanto como me había cambiado el viaje por el Báltico. Nunca me había documentado así ni tenido un interés tan claro por hacerlo bien como traduciendo los versos de Mathura. Ese curso, estudiando en Leipzig, apenas tenía materias de traducción y mis intereses se iban a los estudios culturales y mil cosas más. Sin embargo, aquel libro tan fino sirvió para traerme de vuelta y devolverme las ganas.
Un año después volví a Galicia, mi traducción de Presence se llevó un premio y este año ha salido publicada en Xerais. Eso quiere decir que las personas pueden leer y descubrir lo que yo descubrí en un poeta tan lejano y tan próximo a mí. Eso quiere decir que hay huellas de esta pasión tan fuerte en papel, papel que huele a nuevo. Eso quiere decir que puedo llevarme mi versión de Mathura a todas partes. Eso quiere decir que los versos han viajado miles de kilómetros hasta llegar aquí, o allí, o al abstracto de los temas universales que nos preocupan a todos.
A día de hoy, no tengo claro que quiera dedicarme a la traducción literaria. Sigo traduciendo y escribiendo poesía y publicando, pero supongo que me da miedo. Las cosas que nos gustan suelen darnos miedo. Tampoco sé muy bien si quiero dedicarme a la traducción, o exclusivamente a la traducción. Pero sí sé que la pasión de reconocerme en un libro y navegar sus versos sin miedo a ahogarme en la profundidad de las palabras no se me va a olvidar. Sueño con traducir a poetas que me han cambiado la vida. Con sumergirme así en Yoko Tawada, en Richard Siken, en tantos otros.
No sé si podré hacerlo, pero sí sé que no voy a dejar de intentarlo. En una época donde podemos medir todo en dinero y en número de clics, la poesía sigue teniendo un futuro. La poesía tiene el nombre de la calma y la aventura.
Este fue el primer poema de Mathura que leí. Que no se me olvide nunca.
Watch them go,
the worlds,
watch them go
from our vision
as the sea rises
up against us
and roars.
We say that
we are the only house on this island;
it roars.
I am an animal,
a child’s inventive spirit.
Autor: Martín Iglesias
Leticia Herrero
9 mayo, 2017
Un post muy poético e inspirador que me anima a zambullirme en el poemario de Mathura, con una redacción y unas reflexiones que recuerdan que traducir poesía difícilmente puede hacerse con éxito si no se es poeta.
Gracias, Martín, por dejarte guiar por tu pasión por las palabras y la comunicación. No se me ocurre mejor definición de la vocación de traductor.